viernes, 27 de septiembre de 2019

Ocho orejas escondidas (7)



Capítulo 7: Lately

Sin embargo, el mundo podía hacer que el universo de una persona fuese aún más tortuoso y ridículamente dañino en algunos seres. 

Así que sin saberlo, desde el dieciséis de Marzo de 2017, cuidó y alimentó con el amor que se le tiene a un abuelito, a quien había sido cobardemente el que utilizó a su padre, matándolo, para tapar un error. El ocho de septiembre de 1978, lo siguió en silencio por la glorieta del pabellón 7, esperó tras una columna hasta que terminara de fumar, y cuando entró al comedor, lo arrinconó en una esquina, le apretó la papada con la pistola para levantarle la cabeza, alineó sus miradas hasta dejarlas fijas y claras. Le explicó que había sido una pena que hubiese estado justo ahí en ese momento, cuando él y dos oficiales más bailaban al cadete Rámola. Vargas le pidió perdón, y luego le apagó la vida al cabo Mariano Díaz. 

Cuando Carmen, la cocinera del complejo Campo de Mayo, pensaba salir con Marianito de la mano, vio el asesinato a través del ojo de buey de las puertas vaivén que separan la cocina del comedor, tapó la boca del niño y se tiró dentro del amplio bajo mesada de las bachas que tenía al costado. Así se salvaron. Porque para salir, Vargas atravesó la cocina para usar la puerta trasera. Marianito no había sido visto por casi nadie del complejo, y la conmoción de ese día lo hizo literalmente invisible, afortunadamente tampoco fue registrado en el ingreso. 

Ese mismo día, por la noche, Carmen fue hasta retiro sin pensarlo ni perder tiempo y viajaron a Santa Fe, donde su medio hermana Irene lo criaría. Irene trabajaba cama adentro en la casa de una familia de la alcurnia esperancina. Dos años después empezó la primaria, aparentemente ya no había recuerdos de su pasado porteño, ni Buenos Aires recordaba a un tal Marianito al que criaba un padre abandonado por su esposa. 

El sutil retraso madurativo que le regaló la genética, y los malvados compañeros de la primaria, lo bautizaron como Lately. Y si no hubiesen existido a lo largo de toda su vida, sólo en su cabeza, decenas de voces, paranoia selectiva, y un corchazo en la cabeza del padre, sería un hombre común. No estudió, se volvió policía penitenciario, y la cruel paradoja que parecía regalarle un rodillazo en las pelotas, lo llevó a cuidar a quien sin remordimientos lo habría desaparecido o vendido. 

Luego de leer en el diario gratuito en la cantina de la cárcel de Las Flores, quién era aquel viejo, hiló, con lo que eso le costaba, todos los sucesos que se borroneaban en sus duermevelas y se contestó cada pregunta sin respuesta. Obvió el ascensor, escalón por escalón subió acomodándose el uniforme y calzándose la gorra, como si para lo que estaba por hacer, necesitara estar presentable, o fuera necesario para un marco más formal, tal vez. 

Frente a la puerta de la celda, dejó a un costado el arma, porque necesitaba un límite. Como si Vargas supiese de aquello, lo espero con la misma solemnidad, Sí, fui yo, le dijo cuando bajó la vista hasta el cartelito que llevaba en el pecho y tenía inscripto el homónimo de su víctima. 

Luego de aquella tarde Mariano Díaz renunció a la penitenciaría, y el viejo, se volvió aún más sombrío, callado, y ausente.

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