viernes, 27 de septiembre de 2019

Ocho orejas escondidas (6)



Capítulo 6: Darío Aliste

Aquel día cumplía años Agustín Trento, un compañerito de la primaria. Había caminado junto a su padre en la mañana por Corrientes, entre Pueyrredón y Pasteur se disputaban la posta cinco jugueterías gigantes, justo a la vuelta de su casa estaba El mundo del juguete. Cada vez que entraba a ese lugar, se sentía en otro planeta, y de alguna forma lo estaba. No le faltaban juguetes, a decir verdad tenía muchos Playmóviles, de alguna forma era la envidia de sus compañeros y el héroe de sus amigos, porque hacer una ciudad que ocupe todo el living del departamento con esos muñequitos era asombroso. El tema es que en la juguetería había diversidad de temas, de historias, y de mundos por imaginar, que con su batallón no le alcanzaba. 

A Margarita, los ocho de Agosto se le llenaban los ojos de lágrimas, cuando lo veía entrar ya todo un hombrecito, uno que era casi una copia de su padre, Julito Obregón, un escritor de Constitución que la había hecho reír mucho una tarde, ahí en la placita de San Juan y Chacabuco, que les quedaba de paso al Normal 3. Esa tarde lo besó tan enamorada, que se juró estar siempre a su lado, nunca lo dejaría solo, las pasiones para esta mujer eran un juramento. Y si bien se sabía que no era muy prudente salir por esos años con un librepensador, se enamoró de aquel chico con botas tejanas, campera de cuero y pelo hasta el culo. Y hablaba tan lindo… Pensaba. Y aunque Margarita ya estaba formalmente de novia con quien sería su marido toda la vida, lo eligió a Julito como su amante para siempre. 

El ocho de Agosto de mil novecientos setenta y ocho, antes de las diez de la noche, escuchó unos suaves golpes en la puerta, ella estaba concentrada en la cabeza de una vieja, le hacía tintura a Marta. Su corazón atajó los pulsos de aquel llamado, levantó la cabeza y centró la vista en un inexistente horizonte, que habría allá a lo lejos detrás de la puerta que los separaba, e imaginó la imagen con la que se encontró luego de correr hacia ella y abrirla. 

Ahí estaba Gonzalito, con sus ojos gigantes, su remerita de Dumbo, ese pantaloncito corto azul gastado que tan gracioso le quedaba y en medias. “Pobre criaturita” pensó, y lo abrazó como la madre que fue hasta que murió. 

Lo llamó Rubén Darío, como el famoso poeta, y Aliste era el apellido de su marido, quien a pesar de haber sufrido cierta amargura no hizo preguntas, sabiéndolo todo, y anotaron como su hijo a Gonzalito. 

Darío fue Darío desde el primer día con ellos, Gonzalito había muerto junto a su padre, cuando justo antes de salir para el trabajo en la General Eléctric, donde oficiaba como delegado gremial, sonó el teléfono. Julio cortó la llamada vencido, giró y miró a su hijo que parecía haber estado esperando aquella situación. Corrió hacia él y lo abrazó, y con todo perdido ya, lo besó depositando en él lo mejor de toda su vida. Gonza, tan chiquitito, corrió hacia el antiguo reloj de pie que tanto lo maravillaba. Solía esconderse ahí y quedarse quietito hasta empezar a vivir en su imaginación, miles de historias increíbles, pensaba quera como un túnel del tiempo, los Viajeros, los de la tele, tenían su pequeñito reloj dorado que los transportaba a cualquier punto de la historia, él podía meterse en el suyo y hacer lo mismo. Pero una vez lo mágico fue trágico. 

Escuchaba, como en eco, un grito, el golpe que destrozaba la puerta, y ellos entrando. En esa caja de madera, parada, inmóvil contra la pared, un testigo impotente a quien le sucedía la barbarie frente a sus ojos, y mientras el reloj marcaba las nueve y cuarenta y cinco, sintió en el pecho el disparo que lo dejó huérfano.

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