viernes, 31 de agosto de 2018

Dejame abrazar la escarcha



Los árboles gritan
se retuercen,
temen.
El viento danza sin culpa
deja huellas
que duelen
                   des ga rran,
pero no se ven.
Nadie las ve.
Pero todos las sienten.
                   Ese vacío,
lo hueco del recuerdo,
las agujas muriendo
a las doce
y las moscas saboreando
el almíbar del
pasado.
Los árboles lloran,
pero sus hojas
ríen
mientras sus raíces
m
u
e
r
e
n.
Todo muere.
Todos mueren.
Y nadie dice
n a d a.
La escarcha quema
el frío se rompe,
y los árboles arden
en el pensamiento
de aquellos
que los dejaron secar.
Crecen malvones
sobre cadáveres
con plumas
rojas,
azules,
y blancas.
Y nadie dice
n a d a.
A nadie le importa
y todos
m
u
e
r
e
n.
Sombras tiemblan en
verano,
tienen frío bajo tierra,
No recuerdan el
sol
y lloran polillas,
ellas no quieren,
ellos tampoco,
todos corren por el
sendero envenenado
de momentos
R O T O S,
todos corren por el
sendero,
N A D I E quiere ser
     
                                     O
                                       L
                                         V
                                           I
                                            D
                                              A
                                                D
                                                  O,

pero todos rezan
a las brujas creyentes,
piedad para olvidar.


Soledad Moyyss







jueves, 30 de agosto de 2018

Ocho orejas escondidas (4)



Capítulo 4: Juan Quirós


Juan suspiró antes de abrir la puerta y salir al mundo, un halo de resignación recorrió su cuerpo. Esa maldita rutina que en el 2017 en Argentina había que agradecer. El país se había vuelto un juego macabro manejado por invisibles, lo cierto es que teniendo trabajo todo podía pilotearse.

Le gustaba trabajar, le gustaba enseñar, le gustaba ver las caras de los pibes aprendiendo “Prestando atención”, como dicen las viejas “Mis viejitas”, pensó… Recordó los parciales, casi se olvidaba los putos parciales que había corregido de 1ro 2da, así que tuvo que volver, entró al escritorio y sonó el teléfono:

-¿Juan Quirós?

-Sí, él habla.

-Soy tu padre.- Aquella charla no duró más de cinco minutos, se tiró en el viejo sillón de mimbre que había heredado junto con los discos de Jazz y el mueble del living cuando murió Alberto, hombre que al parecer ya no era su padre. Sonrió pensando en las certezas.

Siempre supo que eso era una posibilidad, pero ellos habían sido tan naturalmente sus padres, que nunca se atrevió a preguntarles. Es verdad que incluso de chico le generaba alguna duda el hecho de no tener un solo rasgo de su madre mota. Él era rubio, su padre también lo era, con eso bastaba.

Recordó a su amigo de la infancia, de la cuadra, allá en el barrio de Balvanera del que nunca se había ido, ese niñito estúpido y malvado de Gabriel Mamani, que cuando tuvieron ocho o nueve, le dijo una tarde: Vos debés ser adoptado.- mientras miraba el culo gigante de aquella negra.

Y así labró una cadena casi interminable de recuerdos eslabones, que lo ató a la verdad irrefutable y a la angustia. Pensó en llamar a su madre, para qué, pobre vieja… Marcó el número de Gabriel, éste atendió y se escuchó el típico murmullo insoportable del aula:

-Gordo

-¿Qué hacés Juancito? Decime.

-Me llamó un tipo que dice que es mi padre.

-Fah! Te lo dije hace treinta años boludo.

-No seas boludo gordo, no es chiste.

-¡Cállense soretes! ¡¿No ven que estoy hablando por teléfono?!- gritó dirigiéndose a ese grupo de adolescentes descerebrados que odiaba, pero estaba allí cumpliendo con su labor, mucho más leve que estar cavando zanjas.

-¿Qué hago gordo?

-No vengas, ahora le invento algo a la dire, le encanta escuchar mis mentiras. Salgo en una hora, no hagas boludeces como llamar a tu madre, pobre vieja, voy para allá después. Procúrate unos capuchones Juancito, y whisky, va a ser una noche larga.

Cuando llegó a la esquina de la casa de Juan, trató de sentir ese trayecto más intensamente que de costumbre, así lo requería el momento. Seguía allí en la esquina de Sarmiento y Pasteur la heladería Venecia, y el kiosco de diarios de Leonardo, y su ayudante Ricardo, cómo olvidarlo, él había sido quién le facilitó la primera revista porno que vio en su vida, Destape. El bar, donde estaba el mozo parecido a Palito Ortega, la serie de locales iguales llenos de chinos, y el edificio de Juan. No pudo evitar estirar el cuello y ver su antiguo zaguán, la hermosa entrada de madera y mármol que lo vio crecer. Tampoco pudo evitar ir hasta ahí y sentarse como un niño viejo y llorar, porque caía en la cuenta de lo que vivía su amigo, y lo poco que tenía para decirle. Cuando pulsó en el portero eléctrico el cuarto “A”, se abrió la puerta y salió Flora.

-¡Marito! ¿Cómo estás?- Flora ya era vieja cuando Gabriel tenía ocho, y había sido muy amiga de Raquel y Gabriel padre. Sabía retar a Juan y Marito por los ruidos los domingos en la siesta.- ¿Cómo está Raquel?

-Muerta Flora… ¿No te acordás que la enterramos hace unos años?

-No me acuerdo pelotudo ¿Y tu padre sigue con esa pendeja?

-Tiene cincuenta años la mujer de Cacho, Flora… ¿A dónde vas a esta hora?

-Al mercado, tengo que cenar algo.- Él le sonrió y la abrazó metiéndola otra vez al edificio, aparte de ser más de las diez de la noche, el mercado ya no existía.

-Voy a lo de Juan, aguantá que te cocino algo y te lo subo.- Entraron al ascensor y tocó el sexto, cuando pasaron el cuarto ella le preguntó.

-¿No ibas a lo de Juan vos?

-Sí, pero antes quiero ver que entres en tu casa.

-No voy a mi casa yo, voy al mercado.- una vez que la metió en la casa bajó por las escaleras, golpeó.

-¿Qué hacé Gordo? ¿Dónde estabas?

-Con Flora ¿Qué tenés para cocinar?

-¿Me hiciste comprar dos capuchones y vas a cocinar?

Mientras Gabriel despellejaba un pedazo de pollo y le sacaba esa baba asquerosa, Juan empezó con la catarsis.

-La cosa es que vuelvo por pelotudo, suena el teléfono, atiendo, un tipo me dice: Soy tu padre, me dice. Chupate esa mandarina. Entendeme gordo que este gil me la puso.

Nada de esa noche fue relevante, Juan sólo repasó lo sucedido de hecho.

Cuando fueron por Maia, Gandolvi subía por las escaleras ajeno a lo que sucedía. Escuchó una ráfaga de ametralladora, breve, y lo supo. Maia y su hijo estaban muertos. Se metió en el cuartito del incinerador y se quedó allí por horas. Entró al departamento y no se animó a ver los cuerpos, fue directo a la habitación y sacó el dinero que tenían escondido. Desapareció para todo aquel que lo conocía. Gandolvi viajó a Estados Unidos e hizo su vida en Trenton. Y hace dos años se había enterado de la existencia de Juan por la entrevista de Basile. Lo cierto es que justo ese día Maia había ido al banco, y dejó a Juan con Zoca y Alberto. Había fuera de su casa un Peugeot 404 haciendo inteligencia, la siguieron cuando volvía de los trámites, por eso no llegaron a Juan. Y sobre todo porque el mote de Inteligencia no era más que una intención. Esta vez Vargas ni subió ¿Está todo hecho?, preguntó. Sí, respondió Moncho. Así es que por el periodista se entera de que habían encontrado solo un cuerpo. Una mínima investigación en Facebook lo había llevado a él.

Juan segmentó el espacio y lo midió, no sabía de qué forma lo mataría. Habría de invitarlo con alguna excusa a su departamento y lo degollaría, no, no se animaría. Eligió un palo, sí, un palo de amasar seguramente le rompería el cráneo y moriría. No, mirá si no muere, y tengo que empezar a cagarlo a palazos a hasta que no se mueva. No, no lo soportaría. Y pensaba esos absurdos porque lo había superado la realidad, comprendía que si aquel hombre solamente hubiese tenido el valor de buscar a su hijo, su vida sería otra. De hecho no era su vida, no era Quirós sino Gandolvi; no era Zoca, era Maia; no era Juan, era un verdadero desaparecido, y por su propio padre.

Cuando lo vio por primera vez, allá en barcito de Sarmiento al 2300, miró con compasión a ese tipo, le agradeció el haberlo entregado a sus verdaderos padres y simplemente lo dejó allí, con la mirada perdida, tratando de ahogarse en esa tacita de café.

miércoles, 15 de agosto de 2018

Ocho orejas escondidas (3)



Capitulo 3: Angelito Vila


La siesta boliviana de La Paz lo acobijaba en un microclima ideal para unas paceñas y House. Después del mediodía la ciudad moría, era simplemente así, nada pasaba luego del almuerzo. Eran las dos y media, mamá Jose seguramente vendría cerca de las seis para traer la ropa limpia y llevarse la sucia. No venía necesariamente por eso, sino que quería estar ahí, entre los recién casados.

Jose estaba en todo, era la mujer más metiche que conocía, pero era su madre y lo permitía. Cuando llegó tocó tres timbres, esa era la contraseña para avisar que era ella y que entraría con su llave, siempre tuvo una velocidad inexplicable para Ángel, el cómo se trasladaba Jose esos treinta metros que tenía el pasillo del PH en dos segundos. Ese día no ocurrió, él la estaba esperando agazapado detrás de la puerta con una Bombucha, quería recordarle que era época de carnavales, quería hacerla reír, sabía de los celos por su casamiento, quería mimarla ese día, incluso había planeado llevarla a cenar. Porque cuando salió a comer, fue a lo de Lito, entonces caminó por la peatonal, y como desde la mañana pensaba en ella, sin razón alguna, pasó por Millie´s a comprarle un jean. La vestía de joven, no quería que se vea como una abuela, entonces siempre le compraba ropa o le decía dónde hacerlo.

Se preocupó porque no llegaba y abrió la puerta del departamento, ella estaba con la bolsa de ropa en la mano y la cabeza gacha. Lo miró apenada y le acarició la mejilla, él soltó la bombita de agua que dejó caer y que rodó hasta dar en el zócalo de madera, la abrazó fuertemente.

-¿Qué pasa mamita? Vení, pasá.

Era abogado, estaba acostumbrado a recibir gente con problemas graves, al punto que desarrolló una técnica que funcionaba para calmar a las personas, y así les fuese más fácil relatar lo que venían a decir.

-Llegó una carta de Buenos Aires, me la mandó un viejo amigo que está al tanto de todo. Por fin ha terminado el trámite. El tipo que mató a tu mami está preso y tenés que viajar a firmar unos papeles para tomar posesión de tu casa.

-¿Qué casa Jose? ¿De qué hablás? – ella bajó la vista al suelo y se agarró la cara; los ojos, llorosos. Se arrepentía de algo que a Ángel no le importaba. Y se acostó en el sillón donde estaba ella. Como cuando era chico apoyó su cabeza en las piernas de Jose, y le pidió que le resuma todo.

-Tuve que tomar la decisión de hacerte parte del proceso o no, elegí que no, con el miedo de que de grande no estuvieses de acuerdo, pero eso decidí. Por eso jamás te entrevistaron ni nada. Cuando tenías apenas un añito, en el setenta y cinco, ya todos sabíamos lo que se venía, la gente estaba muy caliente con Isabel, los peronistas estábamos prohibidos, literalmente. Lo que habían sido derechos se habían esfumado y dolorosamente comprendimos que muchos íbamos a terminar muertos. Incluso nosotras, que solo militábamos en un centro de jóvenes al margen del peronismo, pero de esas raíces; algo inaceptable, claro. Entonces la Pocha me agarró una vez en esa misma casa, me sentó y me habló como una hora, dándome instrucciones y consejos acerca de lo debía hacer si ocurría lo que al final pasó. Al mismo tiempo puso el departamento a mi nombre y me dio cuarenta mil pesos ley, suma que metimos bajo el colchón y fue creciendo por unos años, hasta que pasó. Con ese dinero te traje para acá, alquilamos la casa de Bolívar y la vida continuó. El gobierno argentino siempre supo dónde estábamos, y algunas veces he tenido que viajar para declarar y demás. Así son las cosas hijo, no sé si me odiás o no, pero mi intención fue alejarte de todo eso en tu crecimiento. Perdón mi amor.

-Te quiero mamita, te quiero mucho.

Siempre tuvo alguna resistencia a Bolivia, pero no tenía nada que ver con la otredad, sino que desde la adolescencia, cuando se enteró del crimen, comprendió que era en realidad de allí, de Argentina, y sólo los que por alguna razón requerían su documento, advertían que era argentino, o vago, como nos llaman los bolitas. Pero al pisar el suelo de su patria, extrañó Bolivia, y definitivamente se sintió extranjero. Salió de la estación de retiro y el tráfico inmundo de ciudad lo cacheteó violentamente. Caminó por la vereda que vigila solemnemente el Reloj de los Ingleses, y mirando los frentes de las estaciones cabeceras de los ferrocarriles San Martín, Belgrano y Mitre, rió pensando en esos nombres como absurdos, frente a la realidad argentina del 2017.

Tenía todo anotado en una libretita, qué colectivo tomar desde allí al Hotel Bauen y luego hasta el abogado y por fin a la casa maldita. Pero decidió caminar, no tenía ningún apuro. Subió la cuesta del bajo en la avenida Córdoba, por esa fue hasta Cerrito, desde esa esquina vio el insulso y fálico adorno porteño del que se sienten orgullosos esos tipos. Lo tuvo en frente cuando llegó a Corrientes, a siete cuadras del hotel, siete cuadras que hubiese hecho en veinte minutos como mucho, pero la cantidad de librerías que hay en ese tramo de arteria porteña, lo retrasó hasta la noche.
Llegó al hotel, llamó a su madre, después al abogado. Durmió.

La cita era a las once de la mañana. A las nueve llegaba Priscilla, su esposa, quien insistió en que no fuera a buscarla a Retiro, porque había decidido viajar en avión y llegaba a aeroparque. De ahí se tomaría un taxi y ya.

Prefirió caminar por Callao, de la mano de Pris se detuvieron frente al bar Los Billares, Jose le había contado que allí la Pocha había conocido a Cacho, su padre. Minutos después llegaron a Sarmiento 2333, lugar del hecho.

“Te amo Angelito” leyó en la puerta de madera en ruinas, y eso que llaman nudo en la garganta lo estaba acogotando, su mujer pudo advertirlo y le agarró la mano, entendiendo todo lo que ocurría en el interior de su hombre.

Su madre había muerto allí dentro. De un balazo en la cabeza, así la habían encontrado el veintidós de octubre de 1978. Minutos antes de perecer, ordenaba la biblioteca, y renegaba por tener la tríada Nexus, Sexus y Plexus de Miller, armada de distintas editoriales. Acomodó los de Bukowski en el estante de arriba, porque lo consideraba superior al pelado estúpido y genio ese. Su hijo jugaba con el Operación, ese que tenías que meter los órganos con cuidado si no sonaba una chicharra. Y mientras Serú Girán era censurado aleatoriamente por el niño cirujano, Pocha escuchó las botas escaleras arriba, tomó de los brazos a Angelito que estaba en pleno juego, lo besó en la boca y le dijo aquello que él ahora veía escrito y que destrozaba su humanidad, y previa advertencia a Josefina, lo arrojó por el pulmón del edificio, así horas después “Mamá Jose”, como Ángel la llamaría toda la vida, lo sacaba del país, se lo llevaba a Bolivia, allí odian a los argentinos, había menos posibilidades de que los busquen, así se volvieron invisibles.

El “Te amo Angelito” había sido un aterrador réquiem en su cabeza que aparecía en sueños, en duermevelas y en situaciones inexplicables desde el día fatal, y que recién se calmó cuando mamá Jose, a los dieciséis años, le contó todo. Cuarenta y dos años después, miraba petrificado aquella esquela eterna en la misma habitación, aquel mensaje maldito y bendito a la vez, que solo una madre que quiere, no cualquier madre, pudo cuidar, incluso muerta, del paso del tiempo.

Miró alrededor buscando a ese niño, lo encontró cuando yendo a una de las habitaciones pateó la avejentada caja del Operación, lo tomó y se reconstruyó dolorosamente. Se acercó a la ventana, levantó la chirriante cortina de madera y se asomó a su pasado. Revivió la caída, y sintió cómo dios le arrancaba de las entrañas a su madre, y así lo odió, lo odió para siempre.