miércoles, 6 de junio de 2018

Hasta la nieve llora


La nieve cae
En una noche de verano
Deslizándose por tu fría piel
Noto mis pulmones luchando
Y si por un segundo
El mundo se volviera mudo
Podrías escuchar los gritos
Que de mi pecho emergen
Por el dolor que tú me das

Tu piel blanca
Como la nieve virgen
Que cae en mi ventana
En esta noche calurosa de noviembre
Caliente
Como los besos que alguna vez nos dimos
Sofocante
Como lo fue tenerte desnuda entre mis brazos
Pero hasta el frío quema
Así
Como quemó
No tenerte a mi lado al despertar
Así
Como quemó
Tu desprecio

Cariño
Me rompiste el corazón
Pero mañana 
volveré a sonreír.



                                Evolet Pitt 

Ocho orejas escondidas (2)


Capítulo 2: Rosita Ugarte

Abrió la puerta del bañito de la habitación matrimonial y encontró a Rosita Ugarte, que sólo tenía nueve años, petrificada y con los ojos bien abiertos. Sostenía el lápiz labial de su madre con el que se había dibujado, sin quererlo, una boca de payaso. Venga a saber uno, si como dicen millones de personas desde hace dos mil años, tratando de convencer al resto incrédulo, de que existe un dios que todo lo puede hurgando en nuestro interior, o por pura casualidad, que Vargas llevó su pistola a la cabecita de Rosa y le dijo: “Qué lástima Oreja”. En el exacto segundo previo a disparar, el cabo Suárez, “Moncho”, gritó desde el comedor desesperado: ¡Coronel! ¡Coronel!- Vargas desvió la vista y a sus espaldas Rosita desapareció. El bañito de la habitación del Rulo Ugarte, como lo conocían sus compañeros, contenía un pasadizo al escondite que esperaba alguna situación similar, y al que le había enseñado a Rosita a acceder. No era casualidad que Vargas estuviese allí, tampoco lo era el escondite en la casa del Rulo.

Estaban escuchando Perdido, por Count Basie y Sarah Vaughan, a Rosita le encantaba imitar a Sarah frente al espejo de la puerta del placar que la copiaba de cuerpo entero, así que mientras se pintaba para su show, Rulo trozaba las verduras para el puchero, mientras la carne danzaba sola en su caldo salado. Vicky llegaba en dos horas, hasta eso la comida ya estaría. Aunque fuera una comida de invierno él la cocinaba ese treinta de Marzo caluroso porque su mujer había ganado el piedra, papel o tijera del desayuno. Así los tres elegían la cena.

Se había entramado con el ambiente una ligera angustia, tres días atrás la democracia había concluido, y aunque previo a eso era vox pópuli, no se aceptó el hecho hasta que la realidad lo puso frente a todos.

Los militares tenían el poder.

Los malditos militares, no los de San Martín, ni los soldados amantes de la patria, sino la más sucia de las calañas corruptas. Al fin se entendía que con Perón no se popularizó la milicia, sino que no era casualidad su llegada a la política.

Acá estaban los López Rega, Los Montoneros, el ERP y Videla.
Por su parte, Rulo estaba obnubilado con toda esa corriente de pensamiento que nació con la revolución Francesa de la que habían salido Olimpe de Gouges, Sartre, Danton, Voltaire, Montesquieu, el Dadaísmo, y luego las luchas contra el racismo en Norte América (como si acá no hubiese habido o no hay racismo).

Y eso irradiaba en su trabajo, parecía obligar a sus compañeros a elegir un libro ponerse a leer en los tiempos libres, como si esos tipos que se pasaban todo el día fundiendo metales, tuvieran ganas de llegar a sus casas y ponerse a leer historias de gente desgraciada. Todo el tiempo hablando de derechos y respeto al trabajador, y aunque General Electric tenía dirigencia extranjera, lo dejaban, porque no estaban al tanto de los procesos políticos de Argentina, les importaba sólo el segmento económico, sus variaciones accionarias.

Muchos años después recordarían sus compañeros de la empresa, como discutía Rulo con sus jefes para que se hagan efectivos los descansos en feriados, y los tiempos que necesitaban los compañeros que estudiaban. No olvidaban las veces que salía de su turno y se iba sin escala a la casa de algún compañero para ayudarlo en alguna materia que estuviese cursando. Y él creía que nadie lo veía, pero sí, lo veían los jefes, sus compañeros, sus amigos y el nuevo, Valerio Martínez. Un tipejo bajito, de alma oscura, un hombre tosco que escondía un pasado trayecto en la literatura, pero su ambición pudo más, y pesaron el hambre y la insistencia de su madre, que creía que los militares serían perpetuos. Así que se unió a las filas de la dictadura, en el más bajo de los escalafones, el de buchón. Los infiltraban en las reuniones de trabajadores, para que tome nota de lo dicho y señale posibles subversivos, personas peligrosas para la patria.

La gente estaba al tanto de todo, el pueblo argentino nunca fue ingenuo, es cómodo, y desde aquella época, cuando decide que sea el estado quien les pague la vida, tipos como Rulo, eran tildados de hippies, zurdos o socialistas. A Rulo todo le permitían, porque si había algo claro acerca de ese tipo, era que no tenía maldad. Todo lo que hacía era en función de un sano hedonismo.

Pero el buchón de Vargas no se la dejó pasar, y lo vendió con bronca “Ahora vas a cagar gordito de mierda…”, se dijo mientras hacía el informe en su casa de Caballito. Para el buchón, el Rulo era un tipo peligroso, mejor hacerlo mierda.

Entre las séptimas estridentes de Basie, los alaridos del estribo alto de Sarah, y los golpes en la tabla de picar, fue imposible advertir lo que sucedía. Al tiempo que la cara de Rosita se teñía graciosa de rojo, giraba una mano del diablo el picaporte y los cadetes entraban apuntando al Rulo, Moncho le pegó un culatazo con el fal y uno de los chicos le disparó sin remordimientos. Rulo cayó justo cuando Rosita saltaba del banquito y escuchaba el ruido de su padre contra la pinotea, así lo imaginó y así fue.
Vargas entró concluido el homicidio, respiró el humo con olor a pólvora girando románticamente el rostro, se acercó al cuerpo y lo movió esperando alguna reacción que lo obligara a rematarlo. Registró la casa cuarto por cuarto, hasta que se encontró con la niña. Gracias a que el Cabo Suarez se dejó llevar por la emoción de encontrar un fajo de billetes, Rosa esperó en la profundidad del silencio allí en el ciego escondite.

Cuando Vicky se encontró allí frente a la muerte, solo buscó el otro cadáver, como no lo encontró suspiró aliviada con las esperanzas hachas nudo en su garganta. Casi sin voz, dijo lo que tenía que decir y Rosa apareció por la puertita debajo del lavamanos.
Los meses siguientes al asesinato los vivió con el rostro hirviendo, soportó la farsa de los policías haciendo las parodias de la investigación mientras sabía que ellos mismos habían dado vía libre a ese operativo salvaje y desprolijo.
Porque así fue al principio, incluso más atroz que lo que vino. A Rulo lo mataron porque no sabían muy bien qué significaba silenciarlo, que era la orden, sin especificaciones, que recibían de arriba. Vargas tenía hambre de poder, eso lo volvía descorazonado, lo deshumanizaba.

Muchos años después, en los juicios, lo tuvo varias veces cara a cara a Vargas, sabiendo quien era y que había estado en su casa, que era quien dio la orden de muerte a su esposo y los dejó en la nada a ella y a su hija.

Sin embargo Rosita vivió con esa mirada del baño en sus pesadillas hasta el día que el represor cruzó las rejas de la cárcel de Santa Fe. Dos vidas habían perecido aquel día, cuando aún era esa niña que reía sin límite, que jugaba a ser cantante y sentaba a sus padres en el living para actuarles alguna versión de la última película que vio en el cine con su abuelo. Aquella niña de ensueños, terminó siendo una mujer depresiva, amoral y sin expectativas del mundo. Su madre era algo así pero un poco más grande. En muchos casos la dictadura había ganado, y la democracia, seguía siendo al día de hoy, irrelevante.

Ocho orejas escondidas (1)

Capítulo 1: La raíz de la miseria

Lo confundía esa idea popular de que las cosas no pasan porque sí. Porque existiendo el azar, eso que todo lo desbarata, y que termina siendo la herramienta que usan muchos para justificar sus acciones, la responsabilidad pasa a depender de un infortunio para desdibujar la culpa. El ser humano sabe temerariamente resolver rápido las cosas que lo perturban, en última instancia lo olvida. Entonces, mutan las formas de los parámetros sociales, se lastima a toda la sociedad, un pequeño grupo ataca de una forma tan desmedida, que incluso varias décadas después, el hombre sigue golpeado, asustado y sin reacción.
Sabía que temían. Intuía desde el sentido común el miedo lógico que impone un rifle en la sien; muchas veces le habían contado ese mito popular de las voces que gritaban agresivas, aún hoy dentro de esas cabezas, y que escuchaban desde la época de la represión la mayoría de las víctimas que había entrevistado. Y miró en silencio el original de su trabajo que sostenía, ahí parado, con cierto temor, y que ya habían leído sus protagonistas. Recordó esa teoría de la energía de los objetos que tanto predicaba su vieja amiga venezolana, la que los tocaba y sentía las cargas positivas o negativas que allí dejaban quienes los habían manipulado. Lo invadió una fuerte sensación de angustia, se acomodó, más bien se dejó caer en el viejo sillón y leyó, se zambulló en sus propios temores, rencores y fracasos.
Se imaginó en aquellas escenas, en oscuros escenarios, impotente, a un lado de lo que ocurría, como un observador invisible con el alma desgarrada y el rostro atravesado por largas lágrimas que semejaban las grietas de su espíritu. Quiso abrazar a esos fantasmas que andaban vivos entre nosotros, que hasta hace poco no sabían de sus verdaderas identidades. Y se preguntaba si la figura de la identidad lo valía, si aquella construcción no habría sido el mejor final; si la verdad, que les era completamente desconocida, y que se hizo presente para calmar angustias ajenas, no fue entonces el comienzo del fracaso, porque lo cierto, es que antes de todo aquello eran personas sin los grandes cuestionamientos existenciales, que sólo le interesan a los fanáticos de las nuevas logias políticas, de género, religiosas e incluso alimenticias. Cuando lo normal es ideal.
Tenía la maniática costumbre de obsesionarse con la corrección de las notas que llegaban a su escritorio, en la redacción de aquel diario ya completamente sin prestigio y en caída libre, donde aún, como los últimos dinosaurios que se resistieron al tiempo, seguía luego de treinta años como corrector. A veces las notas necesitaban incluso una reestructuración tal, que hasta debía pedir aclaración sobre un concepto a sus autores. Entonces las reescribía si era necesario. Así terminó más de una vez trabajando meticulosamente en aquellos textos atrevidos, insolentes de tanto odio a la gramática que profesaba diariamente el periódico capitalino de Santa Fe. Tiempo perdido, pensaba. Trabajaba allí como último recurso, y con la obsecuencia que se limita a los mejores, le permitieron editar un trabajo que empezó en el 2010, y que de alguna manera era lo único que lo incentivaba a seguir yendo a aquella mediocre oficina.
Motivado tal vez por su juventud militante peronista, encaró la escritura de una mirada objetiva, según él, de la historia de un grupo de niños que por una u otra razón habían salvado sus vidas en el momento en que capturaban y asesinaban a sus padres: dictadura. Era una historia de pasillo, “Los orejas”, que recién se hizo pública en el 2008, cuando el Sargento primero Vargas fue condenado a permanecer preso por el resto de su vida por la ejecución de catorce personas, entre los años 1976 y 1981. Luego de treinta años, la justicia aún dependía de los arrepentidos; nunca una investigación por parte de los jueces había llegado a encarcelar a nadie; siempre fueron necesarios los relatos de las víctimas, siempre puestos en tela de juicio y tildados de mentirosos, como el de “Moncho” Suarez. Así fue que en un pequeño párrafo del diario Clarín de Buenos Aires, se enteró de los sucesos.
No creía en dios. No tenía ningún credo, ni místico ni religioso, pero la tarde que salió de la Unidad Penal 2 Las Flores, luego de entrevistar a Vargas por primera vez, creyó estar frente al diablo.

Cuando comenzó todo, por fortuna de la desgracia, no advirtió que aquello transformaría su vida, su mente, su cuerpo, eso que enfrentó como a un monstruo indestructible y asqueroso que terminaría destruyendo su humanidad.
Esta publicación acaso fuera la más dramáticamente cierta y espantosa. Aquel puñado de vidas caminando por el mundo sin saber de sí, sin saber que su sangre aún hervía como muchas otras miles. Jamás tuvo necesidad hacerlo, los únicos preocupados en ello eran las personas que por alguna razón estrictamente personal, hacía suya una bandera que no les pertenecía, desapareciendo, maldita paradoja, toda construcción humana que habían logrado esos seres a los que no sólo no se les consultó nada, sino que también se los condenó a una verdad que los marchitó sin retorno, y que sólo por la estúpida pasión de alguno, habían perdido al final toda conexión con su realidad vivida.
Sabía que la tragedia no permite milagros, tal vez una u otra situación que alivien el peso, pero nada más. La tragedia era eso y ya, un desastre difícil de superar y con el que algunos, los que no se animaban a suicidarse, aprendieron a convivir.
La decisión crucial fue entonces decidir si tenía derecho a meterse tan íntimamente en las vidas de esas personas, arrancarlas de un mundo para abandonarlas en el purgatorio, y si aquella necesidad que tenía por la verdad, podía incluir a personas que sin duda saldrían lastimadas. La impronta hedonista, la ignorancia atroz, o un simple y estúpido e infantil planteo de sus quijotescas razones, lo hizo pensar que sí.

Su búsqueda le presentó a esas personas, incluso un tanto incrédulas de lo que este tipo les contaba. Al parecer la mente tiene algún tipo de protección contra los impactos fuertes en el cuerpo y les impide ver el total de la magnitud de la tragedia que protagonizaron, y se mienten: cómo no hacerlo… Algunos incluso interpretaron la presencia de lo milagroso, por el simple hecho de haber salido vivo. La vida les nublaba la estricta realidad de la que eran víctimas que aún sufrían, sin razón aparente, y que ignoraron hasta el momento haber sido parte de una de las etapas más dolorosas y oscuras de la historia argentina. Hasta ese momento, en que dejaron de ser quienes eran y comprendieron, jueces y partes, que ni la justicia, ni las razones, ni la verdad, importan a todos.