Capítulo 1: La raíz de la miseria
Lo confundía esa idea popular de que
las cosas no pasan porque sí. Porque existiendo el azar, eso que todo lo
desbarata, y que termina siendo la herramienta que usan muchos para justificar
sus acciones, la responsabilidad pasa a depender de un infortunio para desdibujar
la culpa. El ser humano sabe temerariamente resolver rápido las cosas que lo
perturban, en última instancia lo olvida. Entonces, mutan las formas de
los parámetros sociales, se lastima a toda la sociedad, un pequeño grupo ataca
de una forma tan desmedida, que incluso varias décadas después, el hombre sigue
golpeado, asustado y sin reacción.
Sabía que temían. Intuía desde el
sentido común el miedo lógico que impone un rifle en la sien; muchas veces le
habían contado ese mito popular de las voces que gritaban agresivas, aún hoy
dentro de esas cabezas, y que escuchaban desde la época de la represión la
mayoría de las víctimas que había entrevistado. Y miró en silencio el original
de su trabajo que sostenía, ahí parado, con cierto temor, y que ya habían leído
sus protagonistas. Recordó esa teoría de la energía de los objetos que tanto
predicaba su vieja amiga venezolana, la que los tocaba y sentía las cargas
positivas o negativas que allí dejaban quienes los habían manipulado. Lo
invadió una fuerte sensación de angustia, se acomodó, más bien se dejó caer en
el viejo sillón y leyó, se zambulló en sus propios temores, rencores y fracasos.
Se imaginó en aquellas escenas, en
oscuros escenarios, impotente, a un lado de lo que ocurría, como un observador
invisible con el alma desgarrada y el rostro atravesado por largas lágrimas que
semejaban las grietas de su espíritu. Quiso abrazar a esos fantasmas que
andaban vivos entre nosotros, que hasta hace poco no sabían de sus verdaderas
identidades. Y se preguntaba si la figura de la identidad lo valía, si aquella
construcción no habría sido el mejor final; si la verdad, que les era
completamente desconocida, y que se hizo presente para calmar angustias ajenas,
no fue entonces el comienzo del fracaso, porque lo cierto, es que antes de todo
aquello eran personas sin los grandes cuestionamientos existenciales, que sólo
le interesan a los fanáticos de las nuevas logias políticas, de género, religiosas
e incluso alimenticias. Cuando lo normal es ideal.
Tenía la maniática costumbre de obsesionarse
con la corrección de las notas que llegaban a su escritorio, en la redacción de
aquel diario ya completamente sin prestigio y en caída libre, donde aún, como
los últimos dinosaurios que se resistieron al tiempo, seguía luego de treinta
años como corrector. A veces las notas necesitaban incluso una reestructuración
tal, que hasta debía pedir aclaración sobre un concepto a sus autores. Entonces
las reescribía si era necesario. Así terminó más de una vez trabajando
meticulosamente en aquellos textos atrevidos, insolentes de tanto odio a la
gramática que profesaba diariamente el periódico capitalino de Santa Fe. Tiempo
perdido, pensaba. Trabajaba allí como último recurso, y con la obsecuencia que
se limita a los mejores, le permitieron editar un trabajo que empezó en el 2010,
y que de alguna manera era lo único que lo incentivaba a seguir yendo a aquella
mediocre oficina.
Motivado tal vez por su juventud
militante peronista, encaró la escritura de una mirada objetiva, según él, de
la historia de un grupo de niños que por una u otra razón habían salvado sus
vidas en el momento en que capturaban y asesinaban a sus padres: dictadura. Era
una historia de pasillo, “Los orejas”, que recién se hizo pública en el 2008,
cuando el Sargento primero Vargas fue condenado a permanecer preso por el resto
de su vida por la ejecución de catorce personas, entre los años 1976 y 1981.
Luego de treinta años, la justicia aún dependía de los arrepentidos; nunca una
investigación por parte de los jueces había llegado a encarcelar a nadie;
siempre fueron necesarios los relatos de las víctimas, siempre puestos en tela
de juicio y tildados de mentirosos, como el de “Moncho” Suarez. Así fue que en
un pequeño párrafo del diario Clarín de Buenos Aires, se enteró de los sucesos.
No creía en dios. No tenía ningún
credo, ni místico ni religioso, pero la tarde que salió de la Unidad Penal 2
Las Flores, luego de entrevistar a Vargas por primera vez, creyó estar frente
al diablo.
Cuando comenzó todo, por fortuna de
la desgracia, no advirtió que aquello transformaría su vida, su mente, su
cuerpo, eso que enfrentó como a un monstruo indestructible y asqueroso que
terminaría destruyendo su humanidad.
Esta publicación acaso fuera la más
dramáticamente cierta y espantosa. Aquel puñado de vidas caminando por el mundo
sin saber de sí, sin saber que su sangre aún hervía como muchas otras miles. Jamás
tuvo necesidad hacerlo, los únicos preocupados en ello eran las personas que
por alguna razón estrictamente personal, hacía suya una bandera que no les
pertenecía, desapareciendo, maldita paradoja, toda construcción humana que
habían logrado esos seres a los que no sólo no se les consultó nada, sino que
también se los condenó a una verdad que los marchitó sin retorno, y que sólo
por la estúpida pasión de alguno, habían perdido al final toda conexión con su
realidad vivida.
Sabía que la tragedia no permite
milagros, tal vez una u otra situación que alivien el peso, pero nada más. La
tragedia era eso y ya, un desastre difícil de superar y con el que algunos, los
que no se animaban a suicidarse, aprendieron a convivir.
La decisión crucial fue entonces
decidir si tenía derecho a meterse tan íntimamente en las vidas de esas
personas, arrancarlas de un mundo para abandonarlas en el purgatorio, y si
aquella necesidad que tenía por la verdad, podía incluir a personas que sin
duda saldrían lastimadas. La impronta hedonista, la ignorancia atroz, o un
simple y estúpido e infantil planteo de sus quijotescas razones, lo hizo pensar
que sí.
Su búsqueda le presentó a esas
personas, incluso un tanto incrédulas de lo que este tipo les contaba. Al
parecer la mente tiene algún tipo de protección contra los impactos fuertes en
el cuerpo y les impide ver el total de la magnitud de la tragedia que
protagonizaron, y se mienten: cómo no hacerlo… Algunos incluso interpretaron la
presencia de lo milagroso, por el simple hecho de haber salido vivo. La vida
les nublaba la estricta realidad de la que eran víctimas que aún sufrían, sin
razón aparente, y que ignoraron hasta el momento haber sido parte de una de las
etapas más dolorosas y oscuras de la historia argentina. Hasta ese momento, en
que dejaron de ser quienes eran y comprendieron, jueces y partes, que ni la
justicia, ni las razones, ni la verdad, importan a todos.
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