miércoles, 6 de junio de 2018

Ocho orejas escondidas (1)

Capítulo 1: La raíz de la miseria

Lo confundía esa idea popular de que las cosas no pasan porque sí. Porque existiendo el azar, eso que todo lo desbarata, y que termina siendo la herramienta que usan muchos para justificar sus acciones, la responsabilidad pasa a depender de un infortunio para desdibujar la culpa. El ser humano sabe temerariamente resolver rápido las cosas que lo perturban, en última instancia lo olvida. Entonces, mutan las formas de los parámetros sociales, se lastima a toda la sociedad, un pequeño grupo ataca de una forma tan desmedida, que incluso varias décadas después, el hombre sigue golpeado, asustado y sin reacción.
Sabía que temían. Intuía desde el sentido común el miedo lógico que impone un rifle en la sien; muchas veces le habían contado ese mito popular de las voces que gritaban agresivas, aún hoy dentro de esas cabezas, y que escuchaban desde la época de la represión la mayoría de las víctimas que había entrevistado. Y miró en silencio el original de su trabajo que sostenía, ahí parado, con cierto temor, y que ya habían leído sus protagonistas. Recordó esa teoría de la energía de los objetos que tanto predicaba su vieja amiga venezolana, la que los tocaba y sentía las cargas positivas o negativas que allí dejaban quienes los habían manipulado. Lo invadió una fuerte sensación de angustia, se acomodó, más bien se dejó caer en el viejo sillón y leyó, se zambulló en sus propios temores, rencores y fracasos.
Se imaginó en aquellas escenas, en oscuros escenarios, impotente, a un lado de lo que ocurría, como un observador invisible con el alma desgarrada y el rostro atravesado por largas lágrimas que semejaban las grietas de su espíritu. Quiso abrazar a esos fantasmas que andaban vivos entre nosotros, que hasta hace poco no sabían de sus verdaderas identidades. Y se preguntaba si la figura de la identidad lo valía, si aquella construcción no habría sido el mejor final; si la verdad, que les era completamente desconocida, y que se hizo presente para calmar angustias ajenas, no fue entonces el comienzo del fracaso, porque lo cierto, es que antes de todo aquello eran personas sin los grandes cuestionamientos existenciales, que sólo le interesan a los fanáticos de las nuevas logias políticas, de género, religiosas e incluso alimenticias. Cuando lo normal es ideal.
Tenía la maniática costumbre de obsesionarse con la corrección de las notas que llegaban a su escritorio, en la redacción de aquel diario ya completamente sin prestigio y en caída libre, donde aún, como los últimos dinosaurios que se resistieron al tiempo, seguía luego de treinta años como corrector. A veces las notas necesitaban incluso una reestructuración tal, que hasta debía pedir aclaración sobre un concepto a sus autores. Entonces las reescribía si era necesario. Así terminó más de una vez trabajando meticulosamente en aquellos textos atrevidos, insolentes de tanto odio a la gramática que profesaba diariamente el periódico capitalino de Santa Fe. Tiempo perdido, pensaba. Trabajaba allí como último recurso, y con la obsecuencia que se limita a los mejores, le permitieron editar un trabajo que empezó en el 2010, y que de alguna manera era lo único que lo incentivaba a seguir yendo a aquella mediocre oficina.
Motivado tal vez por su juventud militante peronista, encaró la escritura de una mirada objetiva, según él, de la historia de un grupo de niños que por una u otra razón habían salvado sus vidas en el momento en que capturaban y asesinaban a sus padres: dictadura. Era una historia de pasillo, “Los orejas”, que recién se hizo pública en el 2008, cuando el Sargento primero Vargas fue condenado a permanecer preso por el resto de su vida por la ejecución de catorce personas, entre los años 1976 y 1981. Luego de treinta años, la justicia aún dependía de los arrepentidos; nunca una investigación por parte de los jueces había llegado a encarcelar a nadie; siempre fueron necesarios los relatos de las víctimas, siempre puestos en tela de juicio y tildados de mentirosos, como el de “Moncho” Suarez. Así fue que en un pequeño párrafo del diario Clarín de Buenos Aires, se enteró de los sucesos.
No creía en dios. No tenía ningún credo, ni místico ni religioso, pero la tarde que salió de la Unidad Penal 2 Las Flores, luego de entrevistar a Vargas por primera vez, creyó estar frente al diablo.

Cuando comenzó todo, por fortuna de la desgracia, no advirtió que aquello transformaría su vida, su mente, su cuerpo, eso que enfrentó como a un monstruo indestructible y asqueroso que terminaría destruyendo su humanidad.
Esta publicación acaso fuera la más dramáticamente cierta y espantosa. Aquel puñado de vidas caminando por el mundo sin saber de sí, sin saber que su sangre aún hervía como muchas otras miles. Jamás tuvo necesidad hacerlo, los únicos preocupados en ello eran las personas que por alguna razón estrictamente personal, hacía suya una bandera que no les pertenecía, desapareciendo, maldita paradoja, toda construcción humana que habían logrado esos seres a los que no sólo no se les consultó nada, sino que también se los condenó a una verdad que los marchitó sin retorno, y que sólo por la estúpida pasión de alguno, habían perdido al final toda conexión con su realidad vivida.
Sabía que la tragedia no permite milagros, tal vez una u otra situación que alivien el peso, pero nada más. La tragedia era eso y ya, un desastre difícil de superar y con el que algunos, los que no se animaban a suicidarse, aprendieron a convivir.
La decisión crucial fue entonces decidir si tenía derecho a meterse tan íntimamente en las vidas de esas personas, arrancarlas de un mundo para abandonarlas en el purgatorio, y si aquella necesidad que tenía por la verdad, podía incluir a personas que sin duda saldrían lastimadas. La impronta hedonista, la ignorancia atroz, o un simple y estúpido e infantil planteo de sus quijotescas razones, lo hizo pensar que sí.

Su búsqueda le presentó a esas personas, incluso un tanto incrédulas de lo que este tipo les contaba. Al parecer la mente tiene algún tipo de protección contra los impactos fuertes en el cuerpo y les impide ver el total de la magnitud de la tragedia que protagonizaron, y se mienten: cómo no hacerlo… Algunos incluso interpretaron la presencia de lo milagroso, por el simple hecho de haber salido vivo. La vida les nublaba la estricta realidad de la que eran víctimas que aún sufrían, sin razón aparente, y que ignoraron hasta el momento haber sido parte de una de las etapas más dolorosas y oscuras de la historia argentina. Hasta ese momento, en que dejaron de ser quienes eran y comprendieron, jueces y partes, que ni la justicia, ni las razones, ni la verdad, importan a todos.

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