miércoles, 6 de junio de 2018

Ocho orejas escondidas (2)


Capítulo 2: Rosita Ugarte

Abrió la puerta del bañito de la habitación matrimonial y encontró a Rosita Ugarte, que sólo tenía nueve años, petrificada y con los ojos bien abiertos. Sostenía el lápiz labial de su madre con el que se había dibujado, sin quererlo, una boca de payaso. Venga a saber uno, si como dicen millones de personas desde hace dos mil años, tratando de convencer al resto incrédulo, de que existe un dios que todo lo puede hurgando en nuestro interior, o por pura casualidad, que Vargas llevó su pistola a la cabecita de Rosa y le dijo: “Qué lástima Oreja”. En el exacto segundo previo a disparar, el cabo Suárez, “Moncho”, gritó desde el comedor desesperado: ¡Coronel! ¡Coronel!- Vargas desvió la vista y a sus espaldas Rosita desapareció. El bañito de la habitación del Rulo Ugarte, como lo conocían sus compañeros, contenía un pasadizo al escondite que esperaba alguna situación similar, y al que le había enseñado a Rosita a acceder. No era casualidad que Vargas estuviese allí, tampoco lo era el escondite en la casa del Rulo.

Estaban escuchando Perdido, por Count Basie y Sarah Vaughan, a Rosita le encantaba imitar a Sarah frente al espejo de la puerta del placar que la copiaba de cuerpo entero, así que mientras se pintaba para su show, Rulo trozaba las verduras para el puchero, mientras la carne danzaba sola en su caldo salado. Vicky llegaba en dos horas, hasta eso la comida ya estaría. Aunque fuera una comida de invierno él la cocinaba ese treinta de Marzo caluroso porque su mujer había ganado el piedra, papel o tijera del desayuno. Así los tres elegían la cena.

Se había entramado con el ambiente una ligera angustia, tres días atrás la democracia había concluido, y aunque previo a eso era vox pópuli, no se aceptó el hecho hasta que la realidad lo puso frente a todos.

Los militares tenían el poder.

Los malditos militares, no los de San Martín, ni los soldados amantes de la patria, sino la más sucia de las calañas corruptas. Al fin se entendía que con Perón no se popularizó la milicia, sino que no era casualidad su llegada a la política.

Acá estaban los López Rega, Los Montoneros, el ERP y Videla.
Por su parte, Rulo estaba obnubilado con toda esa corriente de pensamiento que nació con la revolución Francesa de la que habían salido Olimpe de Gouges, Sartre, Danton, Voltaire, Montesquieu, el Dadaísmo, y luego las luchas contra el racismo en Norte América (como si acá no hubiese habido o no hay racismo).

Y eso irradiaba en su trabajo, parecía obligar a sus compañeros a elegir un libro ponerse a leer en los tiempos libres, como si esos tipos que se pasaban todo el día fundiendo metales, tuvieran ganas de llegar a sus casas y ponerse a leer historias de gente desgraciada. Todo el tiempo hablando de derechos y respeto al trabajador, y aunque General Electric tenía dirigencia extranjera, lo dejaban, porque no estaban al tanto de los procesos políticos de Argentina, les importaba sólo el segmento económico, sus variaciones accionarias.

Muchos años después recordarían sus compañeros de la empresa, como discutía Rulo con sus jefes para que se hagan efectivos los descansos en feriados, y los tiempos que necesitaban los compañeros que estudiaban. No olvidaban las veces que salía de su turno y se iba sin escala a la casa de algún compañero para ayudarlo en alguna materia que estuviese cursando. Y él creía que nadie lo veía, pero sí, lo veían los jefes, sus compañeros, sus amigos y el nuevo, Valerio Martínez. Un tipejo bajito, de alma oscura, un hombre tosco que escondía un pasado trayecto en la literatura, pero su ambición pudo más, y pesaron el hambre y la insistencia de su madre, que creía que los militares serían perpetuos. Así que se unió a las filas de la dictadura, en el más bajo de los escalafones, el de buchón. Los infiltraban en las reuniones de trabajadores, para que tome nota de lo dicho y señale posibles subversivos, personas peligrosas para la patria.

La gente estaba al tanto de todo, el pueblo argentino nunca fue ingenuo, es cómodo, y desde aquella época, cuando decide que sea el estado quien les pague la vida, tipos como Rulo, eran tildados de hippies, zurdos o socialistas. A Rulo todo le permitían, porque si había algo claro acerca de ese tipo, era que no tenía maldad. Todo lo que hacía era en función de un sano hedonismo.

Pero el buchón de Vargas no se la dejó pasar, y lo vendió con bronca “Ahora vas a cagar gordito de mierda…”, se dijo mientras hacía el informe en su casa de Caballito. Para el buchón, el Rulo era un tipo peligroso, mejor hacerlo mierda.

Entre las séptimas estridentes de Basie, los alaridos del estribo alto de Sarah, y los golpes en la tabla de picar, fue imposible advertir lo que sucedía. Al tiempo que la cara de Rosita se teñía graciosa de rojo, giraba una mano del diablo el picaporte y los cadetes entraban apuntando al Rulo, Moncho le pegó un culatazo con el fal y uno de los chicos le disparó sin remordimientos. Rulo cayó justo cuando Rosita saltaba del banquito y escuchaba el ruido de su padre contra la pinotea, así lo imaginó y así fue.
Vargas entró concluido el homicidio, respiró el humo con olor a pólvora girando románticamente el rostro, se acercó al cuerpo y lo movió esperando alguna reacción que lo obligara a rematarlo. Registró la casa cuarto por cuarto, hasta que se encontró con la niña. Gracias a que el Cabo Suarez se dejó llevar por la emoción de encontrar un fajo de billetes, Rosa esperó en la profundidad del silencio allí en el ciego escondite.

Cuando Vicky se encontró allí frente a la muerte, solo buscó el otro cadáver, como no lo encontró suspiró aliviada con las esperanzas hachas nudo en su garganta. Casi sin voz, dijo lo que tenía que decir y Rosa apareció por la puertita debajo del lavamanos.
Los meses siguientes al asesinato los vivió con el rostro hirviendo, soportó la farsa de los policías haciendo las parodias de la investigación mientras sabía que ellos mismos habían dado vía libre a ese operativo salvaje y desprolijo.
Porque así fue al principio, incluso más atroz que lo que vino. A Rulo lo mataron porque no sabían muy bien qué significaba silenciarlo, que era la orden, sin especificaciones, que recibían de arriba. Vargas tenía hambre de poder, eso lo volvía descorazonado, lo deshumanizaba.

Muchos años después, en los juicios, lo tuvo varias veces cara a cara a Vargas, sabiendo quien era y que había estado en su casa, que era quien dio la orden de muerte a su esposo y los dejó en la nada a ella y a su hija.

Sin embargo Rosita vivió con esa mirada del baño en sus pesadillas hasta el día que el represor cruzó las rejas de la cárcel de Santa Fe. Dos vidas habían perecido aquel día, cuando aún era esa niña que reía sin límite, que jugaba a ser cantante y sentaba a sus padres en el living para actuarles alguna versión de la última película que vio en el cine con su abuelo. Aquella niña de ensueños, terminó siendo una mujer depresiva, amoral y sin expectativas del mundo. Su madre era algo así pero un poco más grande. En muchos casos la dictadura había ganado, y la democracia, seguía siendo al día de hoy, irrelevante.

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