Capítulo
2: Rosita Ugarte
Abrió
la puerta del bañito de la habitación matrimonial y encontró a Rosita Ugarte,
que sólo tenía nueve años, petrificada y con los ojos bien abiertos. Sostenía
el lápiz labial de su madre con el que se había dibujado, sin quererlo, una boca
de payaso. Venga a saber uno, si como dicen millones de personas desde hace dos
mil años, tratando de convencer al resto incrédulo, de que existe un dios que
todo lo puede hurgando en nuestro interior, o por pura casualidad, que Vargas
llevó su pistola a la cabecita de Rosa y le dijo: “Qué lástima Oreja”. En el
exacto segundo previo a disparar, el cabo Suárez, “Moncho”, gritó desde el
comedor desesperado: ¡Coronel! ¡Coronel!- Vargas desvió la vista y a sus
espaldas Rosita desapareció. El bañito de la habitación del Rulo Ugarte, como
lo conocían sus compañeros, contenía un pasadizo al escondite que esperaba
alguna situación similar, y al que le había enseñado a Rosita a acceder. No era
casualidad que Vargas estuviese allí, tampoco lo era el escondite en la casa
del Rulo.
Estaban
escuchando Perdido, por Count Basie y
Sarah Vaughan, a Rosita le encantaba imitar a Sarah frente al espejo de la
puerta del placar que la copiaba de cuerpo entero, así que mientras se pintaba
para su show, Rulo trozaba las verduras para el puchero, mientras la carne
danzaba sola en su caldo salado. Vicky llegaba en dos horas, hasta eso la
comida ya estaría. Aunque fuera una comida de invierno él la cocinaba ese
treinta de Marzo caluroso porque su mujer había ganado el piedra, papel o
tijera del desayuno. Así los tres elegían la cena.
Se
había entramado con el ambiente una ligera angustia, tres días atrás la
democracia había concluido, y aunque previo a eso era vox pópuli, no se aceptó
el hecho hasta que la realidad lo puso frente a todos.
Los
militares tenían el poder.
Los
malditos militares, no los de San Martín, ni los soldados amantes de la patria,
sino la más sucia de las calañas corruptas. Al fin se entendía que con Perón no
se popularizó la milicia, sino que no era casualidad su llegada a la política.
Acá
estaban los López Rega, Los Montoneros, el ERP y Videla.
Por
su parte, Rulo estaba obnubilado con toda esa corriente de pensamiento que
nació con la revolución Francesa de la que habían salido Olimpe de Gouges,
Sartre, Danton, Voltaire, Montesquieu, el Dadaísmo, y luego las luchas contra
el racismo en Norte América (como si acá no hubiese habido o no hay racismo).
Y
eso irradiaba en su trabajo, parecía obligar a sus compañeros a elegir un libro
ponerse a leer en los tiempos libres, como si esos tipos que se pasaban todo el
día fundiendo metales, tuvieran ganas de llegar a sus casas y ponerse a leer
historias de gente desgraciada. Todo el tiempo hablando de derechos y respeto
al trabajador, y aunque General Electric tenía dirigencia extranjera, lo
dejaban, porque no estaban al tanto de los procesos políticos de Argentina, les
importaba sólo el segmento económico, sus variaciones accionarias.
Muchos
años después recordarían sus compañeros de la empresa, como discutía Rulo con
sus jefes para que se hagan efectivos los descansos en feriados, y los tiempos
que necesitaban los compañeros que estudiaban. No olvidaban las veces que salía
de su turno y se iba sin escala a la casa de algún compañero para ayudarlo en
alguna materia que estuviese cursando. Y él creía que nadie lo veía, pero sí,
lo veían los jefes, sus compañeros, sus amigos y el nuevo, Valerio Martínez. Un
tipejo bajito, de alma oscura, un hombre tosco que escondía un pasado trayecto
en la literatura, pero su ambición pudo más, y pesaron el hambre y la
insistencia de su madre, que creía que los militares serían perpetuos. Así que
se unió a las filas de la dictadura, en el más bajo de los escalafones, el de
buchón. Los infiltraban en las reuniones de trabajadores, para que tome nota de
lo dicho y señale posibles subversivos, personas peligrosas para la patria.
La
gente estaba al tanto de todo, el pueblo argentino nunca fue ingenuo, es
cómodo, y desde aquella época, cuando decide que sea el estado quien les pague
la vida, tipos como Rulo, eran tildados de hippies, zurdos o socialistas. A
Rulo todo le permitían, porque si había algo claro acerca de ese tipo, era que
no tenía maldad. Todo lo que hacía era en función de un sano hedonismo.
Pero
el buchón de Vargas no se la dejó pasar, y lo vendió con bronca “Ahora vas a
cagar gordito de mierda…”, se dijo mientras hacía el informe en su casa de
Caballito. Para el buchón, el Rulo era un tipo peligroso, mejor hacerlo mierda.
Entre
las séptimas estridentes de Basie, los alaridos del estribo alto de Sarah, y
los golpes en la tabla de picar, fue imposible advertir lo que sucedía. Al
tiempo que la cara de Rosita se teñía graciosa de rojo, giraba una mano del
diablo el picaporte y los cadetes entraban apuntando al Rulo, Moncho le pegó un
culatazo con el fal y uno de los chicos le disparó sin remordimientos. Rulo
cayó justo cuando Rosita saltaba del banquito y escuchaba el ruido de su padre
contra la pinotea, así lo imaginó y así fue.
Vargas
entró concluido el homicidio, respiró el humo con olor a pólvora girando
románticamente el rostro, se acercó al cuerpo y lo movió esperando alguna
reacción que lo obligara a rematarlo. Registró la casa cuarto por cuarto, hasta
que se encontró con la niña. Gracias a que el Cabo Suarez se dejó llevar por la
emoción de encontrar un fajo de billetes, Rosa esperó en la profundidad del
silencio allí en el ciego escondite.
Cuando
Vicky se encontró allí frente a la muerte, solo buscó el otro cadáver, como no
lo encontró suspiró aliviada con las esperanzas hachas nudo en su garganta.
Casi sin voz, dijo lo que tenía que decir y Rosa apareció por la puertita
debajo del lavamanos.
Los
meses siguientes al asesinato los vivió con el rostro hirviendo, soportó la
farsa de los policías haciendo las parodias de la investigación mientras sabía
que ellos mismos habían dado vía libre a ese operativo salvaje y desprolijo.
Porque
así fue al principio, incluso más atroz que lo que vino. A Rulo lo mataron
porque no sabían muy bien qué significaba silenciarlo, que era la orden, sin
especificaciones, que recibían de arriba. Vargas tenía hambre de poder, eso lo
volvía descorazonado, lo deshumanizaba.
Muchos
años después, en los juicios, lo tuvo varias veces cara a cara a Vargas,
sabiendo quien era y que había estado en su casa, que era quien dio la orden de
muerte a su esposo y los dejó en la nada a ella y a su hija.
Sin
embargo Rosita vivió con esa mirada del baño en sus pesadillas hasta el día que
el represor cruzó las rejas de la cárcel de Santa Fe. Dos vidas habían perecido
aquel día, cuando aún era esa niña que reía sin límite, que jugaba a ser
cantante y sentaba a sus padres en el living para actuarles alguna versión de
la última película que vio en el cine con su abuelo. Aquella niña de ensueños,
terminó siendo una mujer depresiva, amoral y sin expectativas del mundo. Su
madre era algo así pero un poco más grande. En muchos casos la dictadura había
ganado, y la democracia, seguía siendo al día de hoy, irrelevante.
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