martes, 15 de octubre de 2019

Ocho orejas escondidas (9)

Capitulo 9: Gonzalo Fresco

-¿Sabés qué? Hoy vi un pajarito que tenía un muñón ¿Viste que tienen tres dedos? dos para adelante y uno para atrás, bueno, éste tenía esos en una pata, la derecha, en la otra no tenía ninguno, sólo la pierna que terminaba un muñón…

-Dejate de pelotudeces Gonza...

En el hospital Cullen, esa mañana de Julio, un Martes veintiséis, Gonzalo Fresco esperaba para ser revisado por pedido de la escuela para su ingreso a la pileta. No lloraba como todos sus compañeritos, de los que se reía para sus adentros, porque no comprendía el dolor, simplemente su cuerpo no lo procesaba, no expresaba emociones. Justo ahí, en ese momento, estaba parado frente al doctor como si fuese un zombi, ni siquiera seguía con la mirada las acciones del médico, miraba al frente como si estuviera muerto, simplemente eso. Su mamá observaba desde la puerta, apoyada en el marco, y entendía perfectamente por qué aquella lascitud, y para sus adentros se convenció de que lo lograría, de que podría criar a su hijo sola.

Su padre se llamó Ernesto Fresco, solían reírse de su nombre pero no tanto, porque tenían un profesor de apellido Verga, así que semejante hecho distraía la crueldad de sus semejantes. Tenía una torpeza característica que lo exponía frente al resto como a un idiota. Desde ese lugar recreaba a un artista que no era, eso sí, pudo llegar a ser un fallido director de cine que nunca filmó nada. Tampoco le importaba la política, pero todos necesitamos del sexo, así que para conquistar a Lucía Rigamonti, se leyó el manifiesto comunista para tener algo que decir si es que la memoria no le fallaba, y luego de dos o tres defensas de algunos párrafos del texto rojo y dos asistencias a marchas por el boleto estudiantil, pudo acceder a la entrepierna de Lulita.

Lucía fue una madre adicta a la militancia de izquierda, pero muchos suponían, incluso sus padres, que si en vez de haber visto en la tele, aquella tarde de verano, luego de comer un asado con toda la familia, quienes, al igual que toda la clase media argentina, con el estómago lleno, resuelve todos los problemas sociales y estructurales que aquejan a la nación, al General Perón hablando de los trabajadores, se encontraba con un informe agrario bien producido, habría sido ingeniera agrónoma.

Entonces sus padres, al fin habían sido solamente un obsecuente y una fanática. Lo criaron sin armas para defenderse del mundo. Tenían esa curiosa creencia de que imponer respeto era autoritario, creían que mandarlo a la escuela era adoctrinarlo, y que levantarlo temprano podía influir negativamente en su desarrollo anímico. No se le enseñaron modales, no hubo exigencia de que fuera a la secundaria, por lo que no la terminó en toda su vida, ni se despertó jamás antes de las diez de la mañana. Así creció, sin trabajar, sin estudiar formalmente, sin obligaciones y siempre mantenido por la madre que lo parió.

El verdadero parásito argento.

Una mañana, cerca del mediodía (las once tal vez), el primero de Junio de 1979, Lulita agarró el bolsito de paja y salió para el mercadito de la otra cuadra. Tenía en la cabeza la lista de cosas que tenía que comprar; debía pasar por la Bolita Porque tiene las mejores especias, no me tengo que olvidar del pimentón, por la carnicería de Marciano y traer pan del Gordo Chusma de mierda que no hace más que mirarme el culo.

Así, ella cruzaba el umbral del antiguo estacionamiento donde se erguía el mercado, mientras criticaba la falta de limpieza de los espacios. Un Falcon se estacionaba en su puerta para desatar su pena. Un hijo se enamoraba de la mirada de su padre que le hacía “caballito” mientras todo el mundo allá afuera seguía su rumbo sin que a él le importase. Y las miradas se mancharon de sangre mientras todo esto pasaba. La que estaba allá a una cuadra pedía pan, Ernesto, explicaciones a dios. Un mundo estaba terminando mientras el sol hacía de esa cuadra en la capital Santa Fe, un lugar hermoso.

Moncho entró a la casa tomada de la calle Agustín Delgado al catorce sin mucho disimulo, la puerta estaba sin llave, y al girar el pestillo antes de cualquier brutalidad, no hizo más ruido del que hacen las bisagras cuando están oxidadas. A Ernesto, que tenía en la falda a su larvita, lo sorprendió ese hombre militar que pisaba su terreno como pancho por su casa. y lo vio, sí que lo vio, desenfundar y apuntarle justo en medio en los ojos, o así lo creyó. Una bala le atravesó el cerebro, al parásito, un segundo proyectil, que rebotó en el apoya brazo del sillón metálico, le perforó la pera al lado de las amígdalas y se incrustó en la cabeza atravesando sólo la piel del rostro. Pero lo creyeron muerto, incluso Vargas, que con la suela de su bota, le giró la cara para asegurarse de que estaba terminado, lo convenció de eso el chorro de sangre que bombeaba su pulso y que la escupía por el agujero de su frente.

Lula salió del mercado con la vista del Gordo Funes clavada en sus piernas, que eran hermosas. Antes de cruzar Güemes, se le anudó la garganta cuando escuchó el chillido de las ruedas del Falcon que vio escapar con furia del frente de su casa.

Y se quedó así, inmóvil sobre el cordón. Se acomodó la solapa del solerito de tonos rojos que el día anterior le había regalado Ernesto Porque se viene el verano bonita... Se mojó con amargura el labio superior y lo apretó con el de abajo. El nueve pasaba urgente frente a ella como si no existieran leyes.



Pensó que tal vez sí fue un error dejar la carrera de letras, que hacía mucho que no visitaba a su madre. Recordó también a Ambrosio, el dueño de La Santafesina, que le dijo el último día que trabajó, que siempre estarían las puertas abiertas. Así intentó negar lo que su mente anticipaba que habría de ver en el living de su casa. Acomodó sus piecitos uno junto al otro lo más pegados posible… Y solo atinó a reconocer, que otra vez, había olvidado comprar el pimentón.

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