Lo primero que vio al entrar en su casa, a las afueras de la ciudad, fue un inhabitual desorden, hacía veinte años que vivía allí, y nunca había visto algo fuera de lugar. Preocupado y más asustado de lo que nunca admitiría, tomó un paraguas, ubicado en un jarrón cerca de la puerta, lo sostuvo preparado para atacar y prosiguió caminando. Cuando entró a la cocina, notó que estaba como siempre, soltó un suspiro, “menos que limpiar” fue lo primero que se le cruzo por la cabeza. Subió por las escaleras, estaba muy nervioso, su respiración comenzó a agitarse, sus manos sudorosas agarraron con más fuerza aquél paraguas amarillo perteneciente a su madre, al subir el último peldaño vio un elefante gris tirado en medio del pasillo. Levantó una ceja, tragó en seco y en cuanto su cerebro terminó de analizar todo, su quijada cayó, el peluche no estaba tan gris como siempre, se notaban pequeñas manchas. Corrió lo más rápido que sus delgadas y cortas piernas le permitieron, corrió hacia la última habitación, aquella que pertenecía a su hermano pequeño, quedó parado frente a la puerta, con miedo, no quería ver lo que estaba al otro lado, tomó valor, respiró hondo y abrió la puerta. Desde el umbral vio la peor escena de toda su vida, un par de rodillas tronaron contra el suelo y de sus ojos, que no podían dejar de ver a Beni, o lo que quedaba de él, comenzaron a salir gruesas y pesadas lágrimas.
Una señora, orgullosa de sus setenta y tres años de vida, estaba cocinando, cuando escuchó a lo lejos un grito lleno de dolor y desesperación, levantó la vista con una amplia sonrisa en su rostro, disfrutando de aquél sonido, luego de unos segundos, se dispuso a terminar de sacar los ojos de la pequeña cabeza que yacía sobre la enorme mesada de mármol.
Evolet Pitt
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