jueves, 30 de agosto de 2018

Ocho orejas escondidas (4)



Capítulo 4: Juan Quirós


Juan suspiró antes de abrir la puerta y salir al mundo, un halo de resignación recorrió su cuerpo. Esa maldita rutina que en el 2017 en Argentina había que agradecer. El país se había vuelto un juego macabro manejado por invisibles, lo cierto es que teniendo trabajo todo podía pilotearse.

Le gustaba trabajar, le gustaba enseñar, le gustaba ver las caras de los pibes aprendiendo “Prestando atención”, como dicen las viejas “Mis viejitas”, pensó… Recordó los parciales, casi se olvidaba los putos parciales que había corregido de 1ro 2da, así que tuvo que volver, entró al escritorio y sonó el teléfono:

-¿Juan Quirós?

-Sí, él habla.

-Soy tu padre.- Aquella charla no duró más de cinco minutos, se tiró en el viejo sillón de mimbre que había heredado junto con los discos de Jazz y el mueble del living cuando murió Alberto, hombre que al parecer ya no era su padre. Sonrió pensando en las certezas.

Siempre supo que eso era una posibilidad, pero ellos habían sido tan naturalmente sus padres, que nunca se atrevió a preguntarles. Es verdad que incluso de chico le generaba alguna duda el hecho de no tener un solo rasgo de su madre mota. Él era rubio, su padre también lo era, con eso bastaba.

Recordó a su amigo de la infancia, de la cuadra, allá en el barrio de Balvanera del que nunca se había ido, ese niñito estúpido y malvado de Gabriel Mamani, que cuando tuvieron ocho o nueve, le dijo una tarde: Vos debés ser adoptado.- mientras miraba el culo gigante de aquella negra.

Y así labró una cadena casi interminable de recuerdos eslabones, que lo ató a la verdad irrefutable y a la angustia. Pensó en llamar a su madre, para qué, pobre vieja… Marcó el número de Gabriel, éste atendió y se escuchó el típico murmullo insoportable del aula:

-Gordo

-¿Qué hacés Juancito? Decime.

-Me llamó un tipo que dice que es mi padre.

-Fah! Te lo dije hace treinta años boludo.

-No seas boludo gordo, no es chiste.

-¡Cállense soretes! ¡¿No ven que estoy hablando por teléfono?!- gritó dirigiéndose a ese grupo de adolescentes descerebrados que odiaba, pero estaba allí cumpliendo con su labor, mucho más leve que estar cavando zanjas.

-¿Qué hago gordo?

-No vengas, ahora le invento algo a la dire, le encanta escuchar mis mentiras. Salgo en una hora, no hagas boludeces como llamar a tu madre, pobre vieja, voy para allá después. Procúrate unos capuchones Juancito, y whisky, va a ser una noche larga.

Cuando llegó a la esquina de la casa de Juan, trató de sentir ese trayecto más intensamente que de costumbre, así lo requería el momento. Seguía allí en la esquina de Sarmiento y Pasteur la heladería Venecia, y el kiosco de diarios de Leonardo, y su ayudante Ricardo, cómo olvidarlo, él había sido quién le facilitó la primera revista porno que vio en su vida, Destape. El bar, donde estaba el mozo parecido a Palito Ortega, la serie de locales iguales llenos de chinos, y el edificio de Juan. No pudo evitar estirar el cuello y ver su antiguo zaguán, la hermosa entrada de madera y mármol que lo vio crecer. Tampoco pudo evitar ir hasta ahí y sentarse como un niño viejo y llorar, porque caía en la cuenta de lo que vivía su amigo, y lo poco que tenía para decirle. Cuando pulsó en el portero eléctrico el cuarto “A”, se abrió la puerta y salió Flora.

-¡Marito! ¿Cómo estás?- Flora ya era vieja cuando Gabriel tenía ocho, y había sido muy amiga de Raquel y Gabriel padre. Sabía retar a Juan y Marito por los ruidos los domingos en la siesta.- ¿Cómo está Raquel?

-Muerta Flora… ¿No te acordás que la enterramos hace unos años?

-No me acuerdo pelotudo ¿Y tu padre sigue con esa pendeja?

-Tiene cincuenta años la mujer de Cacho, Flora… ¿A dónde vas a esta hora?

-Al mercado, tengo que cenar algo.- Él le sonrió y la abrazó metiéndola otra vez al edificio, aparte de ser más de las diez de la noche, el mercado ya no existía.

-Voy a lo de Juan, aguantá que te cocino algo y te lo subo.- Entraron al ascensor y tocó el sexto, cuando pasaron el cuarto ella le preguntó.

-¿No ibas a lo de Juan vos?

-Sí, pero antes quiero ver que entres en tu casa.

-No voy a mi casa yo, voy al mercado.- una vez que la metió en la casa bajó por las escaleras, golpeó.

-¿Qué hacé Gordo? ¿Dónde estabas?

-Con Flora ¿Qué tenés para cocinar?

-¿Me hiciste comprar dos capuchones y vas a cocinar?

Mientras Gabriel despellejaba un pedazo de pollo y le sacaba esa baba asquerosa, Juan empezó con la catarsis.

-La cosa es que vuelvo por pelotudo, suena el teléfono, atiendo, un tipo me dice: Soy tu padre, me dice. Chupate esa mandarina. Entendeme gordo que este gil me la puso.

Nada de esa noche fue relevante, Juan sólo repasó lo sucedido de hecho.

Cuando fueron por Maia, Gandolvi subía por las escaleras ajeno a lo que sucedía. Escuchó una ráfaga de ametralladora, breve, y lo supo. Maia y su hijo estaban muertos. Se metió en el cuartito del incinerador y se quedó allí por horas. Entró al departamento y no se animó a ver los cuerpos, fue directo a la habitación y sacó el dinero que tenían escondido. Desapareció para todo aquel que lo conocía. Gandolvi viajó a Estados Unidos e hizo su vida en Trenton. Y hace dos años se había enterado de la existencia de Juan por la entrevista de Basile. Lo cierto es que justo ese día Maia había ido al banco, y dejó a Juan con Zoca y Alberto. Había fuera de su casa un Peugeot 404 haciendo inteligencia, la siguieron cuando volvía de los trámites, por eso no llegaron a Juan. Y sobre todo porque el mote de Inteligencia no era más que una intención. Esta vez Vargas ni subió ¿Está todo hecho?, preguntó. Sí, respondió Moncho. Así es que por el periodista se entera de que habían encontrado solo un cuerpo. Una mínima investigación en Facebook lo había llevado a él.

Juan segmentó el espacio y lo midió, no sabía de qué forma lo mataría. Habría de invitarlo con alguna excusa a su departamento y lo degollaría, no, no se animaría. Eligió un palo, sí, un palo de amasar seguramente le rompería el cráneo y moriría. No, mirá si no muere, y tengo que empezar a cagarlo a palazos a hasta que no se mueva. No, no lo soportaría. Y pensaba esos absurdos porque lo había superado la realidad, comprendía que si aquel hombre solamente hubiese tenido el valor de buscar a su hijo, su vida sería otra. De hecho no era su vida, no era Quirós sino Gandolvi; no era Zoca, era Maia; no era Juan, era un verdadero desaparecido, y por su propio padre.

Cuando lo vio por primera vez, allá en barcito de Sarmiento al 2300, miró con compasión a ese tipo, le agradeció el haberlo entregado a sus verdaderos padres y simplemente lo dejó allí, con la mirada perdida, tratando de ahogarse en esa tacita de café.

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