miércoles, 15 de agosto de 2018

Ocho orejas escondidas (3)



Capitulo 3: Angelito Vila


La siesta boliviana de La Paz lo acobijaba en un microclima ideal para unas paceñas y House. Después del mediodía la ciudad moría, era simplemente así, nada pasaba luego del almuerzo. Eran las dos y media, mamá Jose seguramente vendría cerca de las seis para traer la ropa limpia y llevarse la sucia. No venía necesariamente por eso, sino que quería estar ahí, entre los recién casados.

Jose estaba en todo, era la mujer más metiche que conocía, pero era su madre y lo permitía. Cuando llegó tocó tres timbres, esa era la contraseña para avisar que era ella y que entraría con su llave, siempre tuvo una velocidad inexplicable para Ángel, el cómo se trasladaba Jose esos treinta metros que tenía el pasillo del PH en dos segundos. Ese día no ocurrió, él la estaba esperando agazapado detrás de la puerta con una Bombucha, quería recordarle que era época de carnavales, quería hacerla reír, sabía de los celos por su casamiento, quería mimarla ese día, incluso había planeado llevarla a cenar. Porque cuando salió a comer, fue a lo de Lito, entonces caminó por la peatonal, y como desde la mañana pensaba en ella, sin razón alguna, pasó por Millie´s a comprarle un jean. La vestía de joven, no quería que se vea como una abuela, entonces siempre le compraba ropa o le decía dónde hacerlo.

Se preocupó porque no llegaba y abrió la puerta del departamento, ella estaba con la bolsa de ropa en la mano y la cabeza gacha. Lo miró apenada y le acarició la mejilla, él soltó la bombita de agua que dejó caer y que rodó hasta dar en el zócalo de madera, la abrazó fuertemente.

-¿Qué pasa mamita? Vení, pasá.

Era abogado, estaba acostumbrado a recibir gente con problemas graves, al punto que desarrolló una técnica que funcionaba para calmar a las personas, y así les fuese más fácil relatar lo que venían a decir.

-Llegó una carta de Buenos Aires, me la mandó un viejo amigo que está al tanto de todo. Por fin ha terminado el trámite. El tipo que mató a tu mami está preso y tenés que viajar a firmar unos papeles para tomar posesión de tu casa.

-¿Qué casa Jose? ¿De qué hablás? – ella bajó la vista al suelo y se agarró la cara; los ojos, llorosos. Se arrepentía de algo que a Ángel no le importaba. Y se acostó en el sillón donde estaba ella. Como cuando era chico apoyó su cabeza en las piernas de Jose, y le pidió que le resuma todo.

-Tuve que tomar la decisión de hacerte parte del proceso o no, elegí que no, con el miedo de que de grande no estuvieses de acuerdo, pero eso decidí. Por eso jamás te entrevistaron ni nada. Cuando tenías apenas un añito, en el setenta y cinco, ya todos sabíamos lo que se venía, la gente estaba muy caliente con Isabel, los peronistas estábamos prohibidos, literalmente. Lo que habían sido derechos se habían esfumado y dolorosamente comprendimos que muchos íbamos a terminar muertos. Incluso nosotras, que solo militábamos en un centro de jóvenes al margen del peronismo, pero de esas raíces; algo inaceptable, claro. Entonces la Pocha me agarró una vez en esa misma casa, me sentó y me habló como una hora, dándome instrucciones y consejos acerca de lo debía hacer si ocurría lo que al final pasó. Al mismo tiempo puso el departamento a mi nombre y me dio cuarenta mil pesos ley, suma que metimos bajo el colchón y fue creciendo por unos años, hasta que pasó. Con ese dinero te traje para acá, alquilamos la casa de Bolívar y la vida continuó. El gobierno argentino siempre supo dónde estábamos, y algunas veces he tenido que viajar para declarar y demás. Así son las cosas hijo, no sé si me odiás o no, pero mi intención fue alejarte de todo eso en tu crecimiento. Perdón mi amor.

-Te quiero mamita, te quiero mucho.

Siempre tuvo alguna resistencia a Bolivia, pero no tenía nada que ver con la otredad, sino que desde la adolescencia, cuando se enteró del crimen, comprendió que era en realidad de allí, de Argentina, y sólo los que por alguna razón requerían su documento, advertían que era argentino, o vago, como nos llaman los bolitas. Pero al pisar el suelo de su patria, extrañó Bolivia, y definitivamente se sintió extranjero. Salió de la estación de retiro y el tráfico inmundo de ciudad lo cacheteó violentamente. Caminó por la vereda que vigila solemnemente el Reloj de los Ingleses, y mirando los frentes de las estaciones cabeceras de los ferrocarriles San Martín, Belgrano y Mitre, rió pensando en esos nombres como absurdos, frente a la realidad argentina del 2017.

Tenía todo anotado en una libretita, qué colectivo tomar desde allí al Hotel Bauen y luego hasta el abogado y por fin a la casa maldita. Pero decidió caminar, no tenía ningún apuro. Subió la cuesta del bajo en la avenida Córdoba, por esa fue hasta Cerrito, desde esa esquina vio el insulso y fálico adorno porteño del que se sienten orgullosos esos tipos. Lo tuvo en frente cuando llegó a Corrientes, a siete cuadras del hotel, siete cuadras que hubiese hecho en veinte minutos como mucho, pero la cantidad de librerías que hay en ese tramo de arteria porteña, lo retrasó hasta la noche.
Llegó al hotel, llamó a su madre, después al abogado. Durmió.

La cita era a las once de la mañana. A las nueve llegaba Priscilla, su esposa, quien insistió en que no fuera a buscarla a Retiro, porque había decidido viajar en avión y llegaba a aeroparque. De ahí se tomaría un taxi y ya.

Prefirió caminar por Callao, de la mano de Pris se detuvieron frente al bar Los Billares, Jose le había contado que allí la Pocha había conocido a Cacho, su padre. Minutos después llegaron a Sarmiento 2333, lugar del hecho.

“Te amo Angelito” leyó en la puerta de madera en ruinas, y eso que llaman nudo en la garganta lo estaba acogotando, su mujer pudo advertirlo y le agarró la mano, entendiendo todo lo que ocurría en el interior de su hombre.

Su madre había muerto allí dentro. De un balazo en la cabeza, así la habían encontrado el veintidós de octubre de 1978. Minutos antes de perecer, ordenaba la biblioteca, y renegaba por tener la tríada Nexus, Sexus y Plexus de Miller, armada de distintas editoriales. Acomodó los de Bukowski en el estante de arriba, porque lo consideraba superior al pelado estúpido y genio ese. Su hijo jugaba con el Operación, ese que tenías que meter los órganos con cuidado si no sonaba una chicharra. Y mientras Serú Girán era censurado aleatoriamente por el niño cirujano, Pocha escuchó las botas escaleras arriba, tomó de los brazos a Angelito que estaba en pleno juego, lo besó en la boca y le dijo aquello que él ahora veía escrito y que destrozaba su humanidad, y previa advertencia a Josefina, lo arrojó por el pulmón del edificio, así horas después “Mamá Jose”, como Ángel la llamaría toda la vida, lo sacaba del país, se lo llevaba a Bolivia, allí odian a los argentinos, había menos posibilidades de que los busquen, así se volvieron invisibles.

El “Te amo Angelito” había sido un aterrador réquiem en su cabeza que aparecía en sueños, en duermevelas y en situaciones inexplicables desde el día fatal, y que recién se calmó cuando mamá Jose, a los dieciséis años, le contó todo. Cuarenta y dos años después, miraba petrificado aquella esquela eterna en la misma habitación, aquel mensaje maldito y bendito a la vez, que solo una madre que quiere, no cualquier madre, pudo cuidar, incluso muerta, del paso del tiempo.

Miró alrededor buscando a ese niño, lo encontró cuando yendo a una de las habitaciones pateó la avejentada caja del Operación, lo tomó y se reconstruyó dolorosamente. Se acercó a la ventana, levantó la chirriante cortina de madera y se asomó a su pasado. Revivió la caída, y sintió cómo dios le arrancaba de las entrañas a su madre, y así lo odió, lo odió para siempre.

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